REPORTAJE A MARIO PAOLETTI
Mario Paoletti nació en Buenos Aires en 1940. Desde muy joven estuvo vinculado al periodismo gráfico a través de colaboraciones en la revista de humor político “Tía Vicenta”. En 1959 se sumó a la empresa de su hermano Alipio de refundar el Diario El Independiente, iniciando una etapa memorable dentro de la historia del periodismo riojano. Esta ciudad fue el lugar elegido para vivir: aquí cosechó amigos, aquí se casó y formó su familia, aquí nacieron y crecieron sus tres hijos, pero el destino le tenía deparadas otras vivencias y también, otras tierras. Actualmente reside junto a su mujer, Pilar Bravo, en Toledo, España, donde dirige desde 1984 el Centro de Estudios Internacionales de la Fundación Ortega y Gasset, universidad a la que acuden estudiantes de todo el mundo.
–Usted vivió 17 años en La Rioja...
–Diecinueve, si se cuentan los dos años que pasé en la cárcel de La Rioja, de infausta memoria.
–¿No lo son todas las cárceles?
–Sí, pero la de La Rioja fue la primera, en 1976. Es decir, adonde se nos empezaron a revelar las líneas maestras de lo que luego ocurriría. Y después, en 1978, volví para pasar más de un año incomunicado total. Fue el trago más duro.
–Cierta vez usted dijo, parafraseando a Borges, que a La Rioja lo unía “no el amor sino el espanto”; ¿quiere hablar de eso?
–Borges lo dijo, en célebre soneto, refiriéndose a Buenos Aires. Y yo supe, ya desterrado en España, que sentía lo mismo respecto a la Argentina y La Rioja. La explicación es obvia: me tocó vivir tiempos de espanto que sepultaron, en cierto modo, y durante un tiempo, todas las otras pulsiones positivas. Pero es algo superado. La patria de un hombre es su infancia, y está claro dónde transcurrió la mía. Además, yo mismo no tengo sentido sin ese referente. Pero es verdad que durante bastante tiempo sentí una especie de rencor por lo que había ocurrido. Sobre todo durante aquella triste época en la que había tanta gente que se empeñaba en no enterarse de lo que estaba ocurriendo y que a las denuncias de los perseguidos y los torturados respondían con un increíble “por algo será”.
–¿Podemos suponer que también suscribe los versos borgianos que siguen a esa cita: “será por eso que la quiero tanto”?
–Claro. Es por eso que la quiero tanto. Pero no sólo por eso. En La Rioja viví casi toda mi juventud. Llegué con 19 años y la dejé con 36 o 40. Los mejores años de la vida de un hombre.
–Y sin contar la cárcel ¿cómo recuerda La Rioja a la distancia?
–Tengo recuerdos que pasan por las sensaciones (las mañanitas riojanas, las vueltas y revueltas del camino a La Quebrada, un desolado amanecer de invierno en Los LLanos, las empanadas con papa y abrochadas arriba, el vino blanco de Villa Unión, los carnavales y el olor del lápiz de labio sobre la piel de las muchachas...) y otros más históricos: el trabajo en el diario –en el que a menudo me sentí Sísifo– la fundación de una familia que acabó desperdigada por el diluvio, las lecturas, algunos amigos, los primeros cuentos y poemas...
–¿Qué significó el Diario El Independiente en su vida?
–Habría que hablar mucho sobre eso. Fue una experiencia única. Yo no sé si los riojanos de hoy saben que aquel diario hecho casi artesanalmente llegó a tener la mayor difusión, en relación al número de habitantes, de todo el país. Más que “Clarín” y más que “La Gaceta de Tucumán” y más que “La Voz del Interior”. Y eso en una provincia de niños y ancianos, muy castigada por el éxodo, y con porcentajes importantes de analfabetismo. Y con un diario que estaba bien escrito, que hacía trabajo de investigación y que jamás pudo ser sobornado por el poder. Un record.
–¿Alguna vez pensó que se trataba de un esfuerzo inútil? ¿Por qué se sintió Sísifo?
–No, nunca pensé que fuera un esfuerzo inútil. Ahora, a la luz de lo que pasó después, se podría tener la tentación de pensarlo. Pero esta clase de esfuerzos actúan en períodos más largos. Hay semillas y semillas.
–¿Y entonces, Sísifo..?
–Eso no tiene que ver con el aspecto histórico sino con lo personal. A mí el periodismo –ese del día a día, de la búsqueda permanente de la noticia– me gusta poco. Además, siempre me pareció excesiva la responsabilidad que debe soportar un periodista. Se puede hacer mucho bien, pero también se puede hacer mucho daño. Sísifo fue condenado por los dioses a empujar cuesta arriba un gran piedra, eternamente. Una vez arriba, la piedra volvía a caer al fondo, y Sísifo debía recomenzar su tarea. Una condena eterna. El Infierno, dicho de otro modo. En los últimos tiempos –hacia el 75 o el 76– yo me sentí Sísifo.
–Dice que también relaciona a La Rioja con los primeros cuentos y novelas...¿Qué escribía en aquellos tiempos?
–Poesía, sobre todo amorosa (o más bien, desenamorada, escéptica del amor). Y cuentos. Buena parte de esos cuentos están recogidos en el libro Quince monedas.
–Que no se publicó aquí.
–No. Sólo hay una edición española. Pero es posible que pronto se edite en Argentina.
–¿Y recuerda alguno de esos poemas desenamorados?
–Sí, uno. Y lo recuerdo porque es corto y pienso en él a menudo. Se titula “Entero improbable”: Amar es la cuarta parte del problema. / otra cuarta parte es que te quieran / y otra que ese amor sea posible. / Pero aun si tienes todo eso / te faltará la increíble cuarta aparte / de que el amor no se te vuelva pena.
–Pesimista más que escéptico.
–Bueno, el problema queda resuelto con que el amor no se vuelva pena.
–¿Qué huellas dejó en su vida su hermano Tito?
–Fue la persona más importante que atravesó mi vida. Lo tenía todo: talento, capacidad de trabajo y coraje. Era el mejor en todo lo que emprendía. Y además era generoso. Está claro por qué se murió joven. Tito, en un día, vivía tan intensamente como otras personas en un año. Aprendí de él casi todo lo que sé, con excepción de lo literario, que a él le interesaba menos. Era un hombre obsesionado por la Justicia, y al Arte y la Literatura le preocupan otras cosas. Cometió muchos errores, pero todos se debieron a que él ya era un “hombre nuevo” en un mundo que seguía siendo muy viejo. Como suelen decir de Rivadavia, “se adelantó a su tiempo”. O quizás no, quizás el tiempo de Tito no llegue nunca y el mundo siga siendo eternamente un territorio apto para la injusticia. Si es así, se equivocó en todo.
–Usted sale de la cárcel en 1980, expulsado, y decide irse a España. ¿Por qué España?
–A Aníbal Troilo, cuando era el rey indiscutido del tango, le preguntaron una vez por qué no había ido nunca a Japón, donde la moda del tango arrasaba. “Es que en Japón no conozco a nadie...” Sabio el gordo. Elegí España por dos razones: porque allí tenía amigos y porque no suponía un cambio de idioma. Con 40 años, en el exilio y empezando otra vez de cero, no convenía exagerar la mudanza.
–Usted escribe en España tres novelas de fuerte contenido autobiográfico, que abarcan sesenta años de historia argentina, desde la muerte de Gardel hasta la llegada de Menem a la presidencia. ¿Cómo y cuándo nace la idea de escribirlas?
–En la cárcel. Desde que fue evidente que pasaría allí bastante tiempo, tuve claro que iba a tener la obligación moral de dar testimonio, si vivía para poder contarlo. Y entonces preferí integrarlo en un proyecto literario más ambicioso. Luego ocurrió la amarga experiencia de la incomunicación absoluta en la cárcel de La Rioja (por más de un año, durante 1978) y entonces el proyecto se transformó en pura estrategia contra la locura. Decidí partir de una situación concreta: un niño que se me parecería –aunque diez años más viejo que yo– cuya madre muere en el parto y es criado por su abuela. Cada mañana escribía mentalmente alguna escena y luego, por la tarde, la corregía. Con este ejercicio comprendí que la Memoria es un territorio fabuloso donde nada se pierde. Tirando de memoria, e imaginando a partir de ella, se puede rescatar absolutamente todo lo que uno ha vivido, por minúsculo que sea. Y fue la posibilidad, además, de “evadirme” (palabra mágica para un preso) de la angustiante realidad de cada día. Mientras me entregaba a la memoria yo estaba, por supuesto, en otro lado.
–Y el proyecto acabó transformándose en una Trilogía...
–Sí. La primera novela, que es la que “escribí” en la cárcel, se titula “Antes del diluvio” y concluye con el asesinato de Aramburu. La segunda, “A fuego lento”, cuenta la derrota del proyecto político de los Setenta (ese que ahora Kirchner ha revalidado) a partir de un grupo de presos en Sierra Chica. Y la tercera, “Mala junta”, cuenta el fallido (pero premonitorio) complot de unos ex-guerrilleros ya veteranos, exilados en Europa, para matar a Videla. De paso, es una reflexión sobre el exilio y la historia de un amor.
–Usted ha dicho en alguna entrevista que la escritura de estas novelas representó para usted un cierto “desquite”. ¿Qué quiso decir?
–Tendría que haber dicho “revancha”, pero es una palabra un poco mezquina. Escribiéndolas sentí que, después de todo, la Historia acabaría haciendo más caso de estos testimonios que estábamos produciendo las antiguos “delincuentes”, que de los decretos y las triquiñuelas de los militares torturadores y sus jueces cómplices. Y luego, cuando las fui publicando y recibiendo premios, volví a sentir que se estaba cumpliendo un acto de justicia.
–Un arreglo de cuentas...
–Sí. La literatura, en cierto modo, es un arreglo de cuentas.
–Ahora tiene usted 63 años...
–Sí, y acabo de escribir un “autorretrato”. Hace años que, de vez en cuando, escribo un “autorretrato”, a la manera de esos pintores que se colocaban frente a un espejo y se pintaban a sí mismos. Yo lo hago con palabras, pero tratando de seguir la misma técnica.
–¿Qué dice el poema?
–Se titula, por supuesto, “Autorretrato de los 63 años”: Sin darme cuenta / como las uvas que se azucaran bajo el sol / he llegado a ser mi propio abuelo. / En el llano todavía engaño / pero en las cuestas muestro la hilacha. / Tiempo y espacio han empezado a dejarme / y no está mal que así sea. / Los restos de espacio los utilizo en viajes / que ya no son sino despedidas / y con los restos de tiempo construyo / las penúltimas explicaciones provisorias. / Tengo una casa frente a un río verde / y un hogar a leña con efecto alfa. / Duermo las siestas con Jack Russell / y nada hermoso me parece caro. / Lejos, junto a otro río inmóvil / una madre va dejando miguitas de memoria / por un camino que ya nadie recorrerá. / Quiero y soy querido: el paraíso. / Casi no escribo, por temor a la espuma.
–Habla allí de haber alcanzado el paraíso. No está mal para alguien que vivió unos años en el infierno.
–Sí. Y sin pasar por el purgatorio.
–No sé si puedo preguntar quién ese Jack Russell con el que duerme las siestas...
–Mi perro. Pero hubiera sido mejor dejarlo en la ambigüedad. La poesía se enriquece con lo ambiguo.
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–Usted escribió ensayos sobre Borges y Benedetti. ¿Qué lo llevó a estudiar dos escritores tan diferentes entre sí?
–Se diferencian en algunas cosas (su visión del mundo) y se parecen en otras (la emoción literaria). Se trata, básicamente, de dos poetas. Y los poetas siempre tienen puntos de coincidencia. El librito sobre Borges (escrito en colaboración con mi mujer, Pilar) nació de dos motivos. La primera y principal, que yo venía leyendo a Borges desde hacía 40 años (cuando Borges era todavía muy maltratado en su propio país) y quería agradecérselo con un trabajo en el año del centenario de su nacimiento. Y la segunda, unas palabras que Mario Vargas Llosa dijo en un congreso en el que coincidimos: “alguien debiera ocuparse de recopilar todas las anécdotas que se atribuyen a Borges”. Decidí entonces escribir un diccionario y una biografía y reunir todas esas anécdotas reales o ficticias que se le atribuyen. Así nació “Borges verbal”, un libro exitoso, con dos ediciones en Argentina, una en España y una traducción al portugués.
–¿Y “El aguafiestas”, la biografía de Benedetti?
–A Benedetti lo conocí en 1975, en Buenos Aires, donde él estaba exilado. Me lo presentó Haroldo Conti, que quería que “La línea recta”, la editorial que dirigía Benedetti, me publicase un libro de cuentos que yo acababa de terminar por esos días, y que se titulaba “Los gorriones de Pedro Broner” (que, con correcciones, se acabó publicando años más tarde en España bajo el título “Quince monedas”). A Benedetti le gustó el libro y a mí me gustó Benedetti. El libro ya estaba para entrar en impresión cuando vino el Diluvio, Benedetti tuvo que seguir huyendo con la policía en los talones (se fue a Perú y después a Cuba) y yo fui colocado a la sombra por el autodenominado ejército argentino. Nos volvimos a ver en 1984 en Madrid, donde iniciamos una buena amistad. Unos años después la editorial Planeta le pidió a Benedetti que escribiera sus memorias y Benedetti se negó, opinando que las memorias cuentan sólo la mitad de las cosas, “porque la otra mitad –la importante– no se puede contar”. Y que entonces es mejor callarse. Se pensó entonces en una biografía, y Planeta pidió a Benedetti que le propusiese un nombre. Mario me llamó por teléfono y me preguntó si quería hacerlo. Le dije que sí, y que consideraba un honor haber sido elegido. Fue una tarea muy agradable, de largas conversaciones, en Madrid, en Montevideo, en Buenos Aires y en muchos congresos y jornadas literarias en las que coincidíamos y a las que solíamos ir juntos. En Murcia, adonde fuimos varias veces (porque en su universidad funciona una de las pocas cátedras de literatura latinoamericana que hay en España) nos ocurrió algo gracioso debido a que solían confundirnos, quienes no nos conocían, por eso de que los dos nos llamamos Mario, tenemos apellidos italianos con la misma terminación y hablamos con el mismo acento. Y en una ocasión, por bromear, yo me presenté como el hijo de Benedetti. Y añadí que era hijo de él y de María Kodama. Aunque parezca increíble, durante un tiempo hubo estudiantes murcianos que, cuando los encontraba en la calle, me enviaban saludos para mi papá. Benedetti se moría de risa con estas historias. De esa biografía, “El aguafiestas” hubo una edición argentina y otra española, que fue la que se vendió más.
–El año pasado ganó usted en España el premio nacional “Francisco Ayala” con la novela Vasco busca vasco. Ya había ganado premios con anterioridad. ¿Qué significan para usted esas distinciones?
–En España dicen que “a nadie lo amarga un dulce” y todo premio tiene un porcentaje de reconocimiento, y aun de halago, que se agradece. Pero la verdad es que yo no he enviado libros a los concursos por eso sino porque, en España, es el camino más corto para la publicación, y a veces es el único. Curiosamente, Vasco busca vasco fue mi primera novela, escrita entre 1975 y 1976, que por entonces se titulaba “La punta del ovillo”. Estuvo quince años en un cajón, hasta que decidí escribir una nueva versión, que es la que ahora se ha publicado.
–¿Tiene identificadas sus influencias literarias?
–Sí, aunque supongo que no todas, porque hay algunas que son inconscientes. Pero está claro que uno vuelve una y otra vez a ciertos libros y ciertos autores y allí, sin duda, están las fuentes. Borges, Arlt, Faulkner, Cortázar, Proust, Vallejo, Neruda, García Márquez... Son muchos. Y a veces ni siquiera son libros enteros, sino un verso en un libro de poesía. Todavía recuerdo la sensación de tesoro encontrado que experimenté al leer ese famoso “yo era el hambre y la sed / y tú la fruta”, de Neruda, que sintetiza perfectamente las necesidades del amor. O ciertas expresiones de personajes de Arlt (“¿Pero vos creés que porque leo la Biblia soy un otario? Rajá, turito, rajá”) o esos milagros realistas de las novelas de García Márquez.
–¿Y si tuviera que elegir un libro entre todos?
–Haría igual que hacíamos en la cárcel: elegiría uno muy bueno pero que, además, fuera muy largo, porque los libros entraban cada dos meses y tenían que durar todo ese tiempo.
–¿Y entonces?
–Creo que El Quijote. Allí está todo. Y con un añadido: como es un libro de personajes (porque lo que importa en El Quijote es la relación entre Don Quijote y Sancho Panza) cuando se acaba de leer el libro uno puede hacer de Cervantes e imaginar nuevas aventuras. No sólo es una novela-río. Es un libro infinito, como esos que aparecen en las bibliotecas laberínticas de los cuentos de Borges.
–¿Qué está escribiendo?
–Casi nada. Algunos poemas, algunas notas para una obra de teatro sobre el Ché, poca cosa. A pedido de Jack Russell, me he autoconcedido unas vacaciones. Además, como digo en el autorretrato, escribo poco por miedo “a la espuma”. César Vallejo, en sus últimos años de París, se quejaba de que quería escribir poesía “y me sale sólo espuma”. La espuma de poesía es la verborragia, la no-poesía, lo contrario a la poesía. Hay que huir de ella como de la peste.
Publicado en el diario "Nueva Rioja" en 2004
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