sábado, 22 de julio de 2006

Julián Cáceres Freyre

Julián Cáceres Freyre
Medio riojano por línea paterna, Julián Cáceres Freyre (nacido en Buenos Aires el 3 de Junio de 1.916) se hizo riojano del todo en las vacaciones de su niñez, cuando sus padres lo traían en tren hasta Aimogasta junto a sus hermanos y a un montón de valijas y baúles que luego toda la familia subía a lomo de mula para emprender viaje hacia “Aschá” estancia donde pasaban gran parte de los veranos.
El Departamento Arauco y, particularmente Aschá, fue para Julián el comienzo de su afición por la Arqueología. Esas tierras lo vieron, junto a otros niños que correteaban bajo sus órdenes, buscar y recoger “flechas de cuarzo”, “tejitas” y otros restos de alfarería indígena para integrar sus tempranas colecciones.
En Buenos Aires, la casa de Perfecto Bustamante, vecina a la de sus padres “en el barrio de Santa Fe y Pueyrredón” (al decir del propio autor) afianzó sus inclinaciones infantiles. Perfecto Bustamante, oriundo de Famatina, se había trasladado a Buenos Aires llevando en sus pensamientos girones de leyendas regionales, y en sus baúles, vasos de cerámica, estatuillas antropomorfas, puntas de flecha, hachas de piedra y otras piezas arqueológicas que exhibía tras las vidrieras de su curioso negocio. Allí Julián desde sus catorce años las observaba con admiración. Al respecto recuerda:
“Me fascinaba ese museo, tan cerca de mi propia casa, sobre todo por tratarse de objetos nada menos que de La Rioja, los que a mí me seducían y ya, para ese entonces coleccionaba.”
Nunca se desviaron sus inclinaciones claramente orientadas. Alimentó y profundizó sus estudios y rastreos indagatorios en la misma línea, hasta transformarlos en su profesión de “antropólogo, geógrafo e historiador” como él mismo la define.
Desempeñó la docencia, ejerciendo las cátedras de “Historia del Folklore” e “Historia del Arte” en la Escuela Superior de Bellas Artes de la Universidad de la Plata y la de “Arqueología Argentina y Americana” en la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica Argentina.
Accedió a la categoría de Miembro de número en las Academias de Geografía, Historia y Sanmartiniana.
Desempeñó el cargo de Director del Instituto Nacional de Antropología, durante más de veinte años.
Fue distinguido con mención especial por el Instituto Superior de Arte y Comunicación de la Ciudad de La Rioja; recibió el “Famatina de Plata” de la Dirección de Cultura Municipal y se le declaró “Ciudadano Ilustre” por el Concejo Deliberante de la Ciudad de La Rioja.
Participó de la creación del Museo Folklórico al que donó piezas de su colección particular y prestó su más desinteresado asesoramiento.
Todo esto, para circunscribir al plano riojano, su extendido currículum.
Aquí en La Rioja, no hay lugar que no haya explorado este hombre de andar liviano, de aguda mirada y acelerada palabra acompasada con el ritmo de sus gestos característicos. Pleno de una juvenil curiosidad, paseó su estampa por toda nuestra provincia, buscando los tesoros de una cultura anterior, las tradiciones más genuinas de esta tierra y la historia de los sin historia, despertándolos para que todos pudiéramos verlos, como Perfecto Bustamante, Eugenio Giacomelli y ahora, Cesar Reyes.
Julián Cáceres Freyre falleció el 13 de junio de 1999. Se dice que en sus últimos años –aunque escribió más de un testamento- no varió jamás su determinación de descansar en La Rioja, y, en cumplimiento de sus deseos, sus cenizas fueron esparcidas en Aschá, aquella quebrada cercana a Aimogasta, donde llegaba todos los años a descansar de sus andanzas exploratorias; o acaso, a buscar al niño que corría buscando tejitas al frente de su grupo de pequeños asistentes.

Ricardo Mercado Luna: Texto extraído de la contratapa del Libro: "César Reyes: bibibliografía comentada", de JCF, editado por la BMM

miércoles, 3 de mayo de 2006

UNA VOZ ANTIGUA: FÉLIX LUNA


UNA VOZ ANTIGUA...
Félix Luna: siempre volviendo a la tierra de sus mayores

Por Marcela Mercado Luna


Si bien La Rioja ha estado siempre entre las inquietudes históricas, literarias, y aun musicales de Félix Luna, es de hacer notar que, en los últimos dos años, el reconocido escritor ha dado muestras de profundización en la búsqueda de sus propias raíces, al focalizar la mira en los orígenes y la actuación de muchos de sus ancestros.

Ferias del Libro La Rioja 2003 y 2004
Tal vez sin ser advertido por el gran público, este retorno a las raíces no ha pasado desapercibido en estos pagos donde —especialmente en las dos últimas ediciones de la Feria Provincial del Libro— los riojanos hemos sido testigos de algunos trabajos que así lo demuestran. Ya en el 2003, fuimos los privilegiados receptores de la magnífica conferencia sobre Pelagio B. Luna (tío del historiador), que pronunciara Félix en el marco de la mencionada feria; conferencia de la que, lamentablemente, no quedó registro alguno, por no haber sido grabada y porque el disertante hizo su exposición basándose en un simple boceto de los temas a tocar. Pelagio B. Luna: Retrato de un político riojano era el título de aquella memorable ponencia.
Un año más tarde, en la Feria 2004, se presentaba su libro Temas de historia de La Rioja colonial, una recopilación de crónicas y artículos sobre la temática expresada en el título, que habían aparecido en publicaciones especializadas anteriores. En ese trabajo —editado en esta ciudad por la Agencia Provincial de Cultura— Felix Luna afirma que su interés por la historia de La Rioja ha sido permanente, debido a la necesidad, entre otras cosas de “saber las andanzas de los hombres y mujeres de mi sangre, que habían estado enraizados en los avatares locales desde la remota época de la conquista...” Cabe destacar que, en el capítulo Retrato de un Guerreo del Tucumán, el historiador rescata el relato (publicado años atrás en el diario La Opinión y en el Nº 46 de la revista de la Academia Nacional de Historia) de las vicisitudes del primer Luna radicado en suelo riojano, Don Gregorio Gutierre de Luna y Cárdenas; y no será ésta la última vez que Don Gregorio habite páginas escritas por su descendiente.

La saga de los Luna
Esta suerte de búsqueda de raíces que señalamos, acaso se vea en cierto modo coronada con un pequeño libro de muy reciente aparición (octubre de 2004): Los Luna. Apuntes para mis descendientes(*). Se trata de una edición limitada, no disponible para la venta, que se distribuyó entre allegados y familiares del autor, quien se dedica aquí a rastrear la trayectoria de los Luna, empezando por el primero que adoptó ese apellido en el viejo mundo (allá por el año 1095): el aragonés Don Bacalla o Bacahala, quien comienza a usarlo a partir de la toma de la Villa de los Luna, arrebatada a los moros, y cuyos descendientes incorporaron la luna en menguante como uno de los símbolos distintivos de su escudo de armas, el mismo escudo con el que don Gregorio Gutierre de Luna y Cárdenas, sella su testamento en La Rioja, en 1676.
Claro que expresado así, con nombres y fechas remotas, podemos llegar a dar una idea errada del libro que está muy lejos de ser un mero rastreo de ascendencias y descendencias generacionales. Por el contrario, sus páginas se leen con placer y rapidez; porque está planteado como un rompecabezas que va dispersando piezas a lo largo del texto, probando su correlación, haciéndolas encajar perfectamente en muchos casos, y en otros, dejando el espacio en blanco para ser llenado por el sentido común, la imaginación o algún documento que pudiera venir a reafirmar las hipótesis diseñadas.
Pero no sólo la trama narrativa confiere amenidad al libro sino también ese registro desacartonado y familiar que eligió el autor para dirigirse a sus descendientes, porque el libro está dedicado a ellos: a sus nietos (tres hasta el momento, cuya foto luce en la contratapa) y también a “biznietos y demás fauna desconocida” quienes —se esperanza el abuelo en su dedicatoria— se interesen tal vez “por hechos y personas que de alguna manera tienen que ver con ellos”. Este lenguaje familiar se hace por momentos humorístico en la valoración irónica de ciertas acciones narradas, y se tiñe, las más de las veces, de ternura, en la evocación del padre y en esa permanente referencia a los “queridos descendientes”.

Este no es un libro de genealogía. Es mucho más que eso: es historia y es también arte. Difícilmente, los libros de genealogías tengan la frescura y la amenidad de éste, que no por desacartonada descuida el rigor del dato documental, sino que, por el contrario, lo reverencia, y además, lo encara con profunda honestidad intelectual cuando separa, frente a los documentos existentes, las deducciones de los anhelos y cuando señala las posibles respuestas a los enigmas planteados por algún bache de la documentación. Además, difícilmente un libro de genealogía pueda presumir de ilustraciones tan ajustadas al tema ni de tan pintorescos retratos: nadie duda de la sangre Luna que corre por las venas de esos ancestros tan hábilmente ilustrados por la mano del propio autor: todos de nariz prominente y anteojitos.

Finalmente, en el caso de esta lectora —Luna también, al fin y al cabo— se suma el valor agregado de saberse deudora al menos del buen don Bacahalla; y soñarse —por qué no— prolongación de alguno de los muchos personajes (la mayoría buena gente y honorable) que pueblan estas páginas.

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(*) Este libro puede ser consultado en la Biblioteca Mariano Moreno.

martes, 11 de abril de 2006

Reportaje a Mario Paoletti realizado en el año 2004

REPORTAJE A MARIO PAOLETTI

Mario Paoletti nació en Buenos Aires en 1940. Desde muy joven estuvo vinculado al periodismo gráfico a través de colaboraciones en la revista de humor político “Tía Vicenta”. En 1959 se sumó a la empresa de su hermano Alipio de refundar el Diario El Independiente, iniciando una etapa memorable dentro de la historia del periodismo riojano. Esta ciudad fue el lugar elegido para vivir: aquí cosechó amigos, aquí se casó y formó su familia, aquí nacieron y crecieron sus tres hijos, pero el destino le tenía deparadas otras vivencias y también, otras tierras. Actualmente reside junto a su mujer, Pilar Bravo, en Toledo, España, donde dirige desde 1984 el Centro de Estudios Internacionales de la Fundación Ortega y Gasset, universidad a la que acuden estudiantes de todo el mundo.



Usted vivió 17 años en La Rioja...

–Diecinueve, si se cuentan los dos años que pasé en la cárcel de La Rioja, de infausta memoria.

–¿No lo son todas las cárceles?

–Sí, pero la de La Rioja fue la primera, en 1976. Es decir, adonde se nos empezaron a revelar las líneas maestras de lo que luego ocurriría. Y después, en 1978, volví para pasar más de un año incomunicado total. Fue el trago más duro.

–Cierta vez usted dijo, parafraseando a Borges, que a La Rioja lo unía “no el amor sino el espanto”; ¿quiere hablar de eso?

–Borges lo dijo, en célebre soneto, refiriéndose a Buenos Aires. Y yo supe, ya desterrado en España, que sentía lo mismo respecto a la Argentina y La Rioja. La explicación es obvia: me tocó vivir tiempos de espanto que sepultaron, en cierto modo, y durante un tiempo, todas las otras pulsiones positivas. Pero es algo superado. La patria de un hombre es su infancia, y está claro dónde transcurrió la mía. Además, yo mismo no tengo sentido sin ese referente. Pero es verdad que durante bastante tiempo sentí una especie de rencor por lo que había ocurrido. Sobre todo durante aquella triste época en la que había tanta gente que se empeñaba en no enterarse de lo que estaba ocurriendo y que a las denuncias de los perseguidos y los torturados respondían con un increíble “por algo será”.

–¿Podemos suponer que también suscribe los versos borgianos que siguen a esa cita: “será por eso que la quiero tanto”?

–Claro. Es por eso que la quiero tanto. Pero no sólo por eso. En La Rioja viví casi toda mi juventud. Llegué con 19 años y la dejé con 36 o 40. Los mejores años de la vida de un hombre.

–Y sin contar la cárcel ¿cómo recuerda La Rioja a la distancia?

–Tengo recuerdos que pasan por las sensaciones (las mañanitas riojanas, las vueltas y revueltas del camino a La Quebrada, un desolado amanecer de invierno en Los LLanos, las empanadas con papa y abrochadas arriba, el vino blanco de Villa Unión, los carnavales y el olor del lápiz de labio sobre la piel de las muchachas...) y otros más históricos: el trabajo en el diario –en el que a menudo me sentí Sísifo– la fundación de una familia que acabó desperdigada por el diluvio, las lecturas, algunos amigos, los primeros cuentos y poemas...

–¿Qué significó el Diario El Independiente en su vida?

–Habría que hablar mucho sobre eso. Fue una experiencia única. Yo no sé si los riojanos de hoy saben que aquel diario hecho casi artesanalmente llegó a tener la mayor difusión, en relación al número de habitantes, de todo el país. Más que “Clarín” y más que “La Gaceta de Tucumán” y más que “La Voz del Interior”. Y eso en una provincia de niños y ancianos, muy castigada por el éxodo, y con porcentajes importantes de analfabetismo. Y con un diario que estaba bien escrito, que hacía trabajo de investigación y que jamás pudo ser sobornado por el poder. Un record.

–¿Alguna vez pensó que se trataba de un esfuerzo inútil? ¿Por qué se sintió Sísifo?

–No, nunca pensé que fuera un esfuerzo inútil. Ahora, a la luz de lo que pasó después, se podría tener la tentación de pensarlo. Pero esta clase de esfuerzos actúan en períodos más largos. Hay semillas y semillas.

–¿Y entonces, Sísifo..?

–Eso no tiene que ver con el aspecto histórico sino con lo personal. A mí el periodismo –ese del día a día, de la búsqueda permanente de la noticia– me gusta poco. Además, siempre me pareció excesiva la responsabilidad que debe soportar un periodista. Se puede hacer mucho bien, pero también se puede hacer mucho daño. Sísifo fue condenado por los dioses a empujar cuesta arriba un gran piedra, eternamente. Una vez arriba, la piedra volvía a caer al fondo, y Sísifo debía recomenzar su tarea. Una condena eterna. El Infierno, dicho de otro modo. En los últimos tiempos –hacia el 75 o el 76– yo me sentí Sísifo.

–Dice que también relaciona a La Rioja con los primeros cuentos y novelas...¿Qué escribía en aquellos tiempos?

–Poesía, sobre todo amorosa (o más bien, desenamorada, escéptica del amor). Y cuentos. Buena parte de esos cuentos están recogidos en el libro Quince monedas.

–Que no se publicó aquí.

–No. Sólo hay una edición española. Pero es posible que pronto se edite en Argentina.

–¿Y recuerda alguno de esos poemas desenamorados?

–Sí, uno. Y lo recuerdo porque es corto y pienso en él a menudo. Se titula “Entero improbable”: Amar es la cuarta parte del problema. / otra cuarta parte es que te quieran / y otra que ese amor sea posible. / Pero aun si tienes todo eso / te faltará la increíble cuarta aparte / de que el amor no se te vuelva pena.

–Pesimista más que escéptico.

–Bueno, el problema queda resuelto con que el amor no se vuelva pena.

–¿Qué huellas dejó en su vida su hermano Tito?

–Fue la persona más importante que atravesó mi vida. Lo tenía todo: talento, capacidad de trabajo y coraje. Era el mejor en todo lo que emprendía. Y además era generoso. Está claro por qué se murió joven. Tito, en un día, vivía tan intensamente como otras personas en un año. Aprendí de él casi todo lo que sé, con excepción de lo literario, que a él le interesaba menos. Era un hombre obsesionado por la Justicia, y al Arte y la Literatura le preocupan otras cosas. Cometió muchos errores, pero todos se debieron a que él ya era un “hombre nuevo” en un mundo que seguía siendo muy viejo. Como suelen decir de Rivadavia, “se adelantó a su tiempo”. O quizás no, quizás el tiempo de Tito no llegue nunca y el mundo siga siendo eternamente un territorio apto para la injusticia. Si es así, se equivocó en todo.

–Usted sale de la cárcel en 1980, expulsado, y decide irse a España. ¿Por qué España?

–A Aníbal Troilo, cuando era el rey indiscutido del tango, le preguntaron una vez por qué no había ido nunca a Japón, donde la moda del tango arrasaba. “Es que en Japón no conozco a nadie...” Sabio el gordo. Elegí España por dos razones: porque allí tenía amigos y porque no suponía un cambio de idioma. Con 40 años, en el exilio y empezando otra vez de cero, no convenía exagerar la mudanza.

–Usted escribe en España tres novelas de fuerte contenido autobiográfico, que abarcan sesenta años de historia argentina, desde la muerte de Gardel hasta la llegada de Menem a la presidencia. ¿Cómo y cuándo nace la idea de escribirlas?

–En la cárcel. Desde que fue evidente que pasaría allí bastante tiempo, tuve claro que iba a tener la obligación moral de dar testimonio, si vivía para poder contarlo. Y entonces preferí integrarlo en un proyecto literario más ambicioso. Luego ocurrió la amarga experiencia de la incomunicación absoluta en la cárcel de La Rioja (por más de un año, durante 1978) y entonces el proyecto se transformó en pura estrategia contra la locura. Decidí partir de una situación concreta: un niño que se me parecería –aunque diez años más viejo que yo– cuya madre muere en el parto y es criado por su abuela. Cada mañana escribía mentalmente alguna escena y luego, por la tarde, la corregía. Con este ejercicio comprendí que la Memoria es un territorio fabuloso donde nada se pierde. Tirando de memoria, e imaginando a partir de ella, se puede rescatar absolutamente todo lo que uno ha vivido, por minúsculo que sea. Y fue la posibilidad, además, de “evadirme” (palabra mágica para un preso) de la angustiante realidad de cada día. Mientras me entregaba a la memoria yo estaba, por supuesto, en otro lado.

–Y el proyecto acabó transformándose en una Trilogía...

–Sí. La primera novela, que es la que “escribí” en la cárcel, se titula “Antes del diluvio” y concluye con el asesinato de Aramburu. La segunda, “A fuego lento”, cuenta la derrota del proyecto político de los Setenta (ese que ahora Kirchner ha revalidado) a partir de un grupo de presos en Sierra Chica. Y la tercera, “Mala junta”, cuenta el fallido (pero premonitorio) complot de unos ex-guerrilleros ya veteranos, exilados en Europa, para matar a Videla. De paso, es una reflexión sobre el exilio y la historia de un amor.

–Usted ha dicho en alguna entrevista que la escritura de estas novelas representó para usted un cierto “desquite”. ¿Qué quiso decir?

–Tendría que haber dicho “revancha”, pero es una palabra un poco mezquina. Escribiéndolas sentí que, después de todo, la Historia acabaría haciendo más caso de estos testimonios que estábamos produciendo las antiguos “delincuentes”, que de los decretos y las triquiñuelas de los militares torturadores y sus jueces cómplices. Y luego, cuando las fui publicando y recibiendo premios, volví a sentir que se estaba cumpliendo un acto de justicia.

–Un arreglo de cuentas...

–Sí. La literatura, en cierto modo, es un arreglo de cuentas.

–Ahora tiene usted 63 años...

–Sí, y acabo de escribir un “autorretrato”. Hace años que, de vez en cuando, escribo un “autorretrato”, a la manera de esos pintores que se colocaban frente a un espejo y se pintaban a sí mismos. Yo lo hago con palabras, pero tratando de seguir la misma técnica.

–¿Qué dice el poema?

–Se titula, por supuesto, “Autorretrato de los 63 años”:  Sin darme cuenta / como las uvas que se azucaran bajo el sol / he llegado a ser mi propio abuelo. / En el llano todavía engaño / pero en las cuestas muestro la hilacha. / Tiempo y espacio han empezado a dejarme / y no está mal que así sea. / Los restos de espacio los utilizo en viajes / que ya no son sino despedidas / y con los restos de tiempo construyo / las penúltimas explicaciones provisorias. / Tengo una casa frente a un río verde / y un hogar a leña con efecto alfa. / Duermo las siestas con Jack Russell / y nada hermoso me parece caro. / Lejos, junto a otro río inmóvil / una madre va dejando miguitas de memoria / por un camino que ya nadie recorrerá. / Quiero y soy querido: el paraíso. / Casi no escribo, por temor a la espuma.

–Habla allí de haber alcanzado el paraíso. No está mal para alguien que vivió unos años en el infierno.

–Sí. Y sin pasar por el purgatorio.

–No sé si puedo preguntar quién ese Jack Russell con el que duerme las siestas...

–Mi perro. Pero hubiera sido mejor dejarlo en la ambigüedad. La poesía se enriquece con lo ambiguo.

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–Usted escribió ensayos sobre Borges y Benedetti. ¿Qué lo llevó a estudiar dos escritores tan diferentes entre sí?

–Se diferencian en algunas cosas (su visión del mundo) y se parecen en otras (la emoción literaria). Se trata, básicamente, de dos poetas. Y los poetas siempre tienen puntos de coincidencia. El librito sobre Borges (escrito en colaboración con mi mujer, Pilar) nació de dos motivos. La primera y principal, que yo venía leyendo a Borges desde hacía 40 años (cuando Borges era todavía muy maltratado en su propio país) y quería agradecérselo con un trabajo en el año del centenario de su nacimiento. Y la segunda, unas palabras que Mario Vargas Llosa dijo en un congreso en el que coincidimos: “alguien debiera ocuparse de recopilar todas las anécdotas que se atribuyen a Borges”. Decidí entonces escribir un diccionario y una biografía y reunir todas esas anécdotas reales o ficticias que se le atribuyen. Así nació “Borges verbal”, un libro exitoso, con dos ediciones en Argentina, una en España y una traducción al portugués.

–¿Y “El aguafiestas”, la biografía de Benedetti?

–A Benedetti lo conocí en 1975, en Buenos Aires, donde él estaba exilado. Me lo presentó Haroldo Conti, que quería que “La línea recta”, la editorial que dirigía Benedetti, me publicase un libro de cuentos que yo acababa de terminar por esos días, y que se titulaba “Los gorriones de Pedro Broner” (que, con correcciones, se acabó publicando años más tarde en España bajo el título “Quince monedas”). A Benedetti le gustó el libro y a mí me gustó Benedetti. El libro ya estaba para entrar en impresión cuando vino el Diluvio, Benedetti tuvo que seguir huyendo con la policía en los talones (se fue a Perú y después a Cuba) y yo fui colocado a la sombra por el autodenominado ejército argentino. Nos volvimos a ver en 1984 en Madrid, donde iniciamos una buena amistad. Unos años después la editorial Planeta le pidió a Benedetti que escribiera sus memorias y Benedetti se negó, opinando que las memorias cuentan sólo la mitad de las cosas, “porque la otra mitad –la importante– no se puede contar”. Y que entonces es mejor callarse. Se pensó entonces en una biografía, y Planeta pidió a Benedetti que le propusiese un nombre. Mario me llamó por teléfono y me preguntó si quería hacerlo. Le dije que sí, y que consideraba un honor haber sido elegido. Fue una tarea muy agradable, de largas conversaciones, en Madrid, en Montevideo, en Buenos Aires y en muchos congresos y jornadas literarias en las que coincidíamos y a las que solíamos ir juntos. En Murcia, adonde fuimos varias veces (porque en su universidad funciona una de las pocas cátedras de literatura latinoamericana que hay en España) nos ocurrió algo gracioso debido a que solían confundirnos, quienes no nos conocían, por eso de que los dos nos llamamos Mario, tenemos apellidos italianos con la misma terminación y hablamos con el mismo acento. Y en una ocasión, por bromear, yo me presenté como el hijo de Benedetti. Y añadí que era hijo de él y de María Kodama. Aunque parezca increíble, durante un tiempo hubo estudiantes murcianos que, cuando los encontraba en la calle, me enviaban saludos para mi papá. Benedetti se moría de risa con estas historias. De esa biografía, “El aguafiestas” hubo una edición argentina y otra española, que fue la que se vendió más.

–El año pasado ganó usted en España el premio nacional “Francisco Ayala” con la novela Vasco busca vasco. Ya había ganado premios con anterioridad. ¿Qué significan para usted esas distinciones?

–En España dicen que “a nadie lo amarga un dulce” y todo premio tiene un porcentaje de reconocimiento, y aun de halago, que se agradece. Pero la verdad es que yo no he enviado libros a los concursos por eso sino porque, en España, es el camino más corto para la publicación, y a veces es el único. Curiosamente, Vasco busca vasco fue mi primera novela, escrita entre 1975 y 1976, que por entonces se titulaba “La punta del ovillo”. Estuvo quince años en un cajón, hasta que decidí escribir una nueva versión, que es la que ahora se ha publicado.

–¿Tiene identificadas sus influencias literarias?

–Sí, aunque supongo que no todas, porque hay algunas que son inconscientes. Pero está claro que uno vuelve una y otra vez a ciertos libros y ciertos autores y allí, sin duda, están las fuentes. Borges, Arlt, Faulkner, Cortázar, Proust, Vallejo, Neruda, García Márquez... Son muchos. Y a veces ni siquiera son libros enteros, sino un verso en un libro de poesía. Todavía recuerdo la sensación de tesoro encontrado que experimenté al leer ese famoso “yo era el hambre y la sed / y tú la fruta”, de Neruda, que sintetiza perfectamente las necesidades del amor. O ciertas expresiones de personajes de Arlt (“¿Pero vos creés que porque leo la Biblia soy un otario? Rajá, turito, rajá”) o esos milagros realistas de las novelas de García Márquez.

–¿Y si tuviera que elegir un libro entre todos?

–Haría igual que hacíamos en la cárcel: elegiría uno muy bueno pero que, además, fuera muy largo, porque los libros entraban cada dos meses y tenían que durar todo ese tiempo.

–¿Y entonces?

–Creo que El Quijote. Allí está todo. Y con un añadido: como es un libro de personajes (porque lo que importa en El Quijote es la relación entre Don Quijote y Sancho Panza) cuando se acaba de leer el libro uno puede hacer de Cervantes e imaginar nuevas aventuras. No sólo es una novela-río. Es un libro infinito, como esos que aparecen en las bibliotecas laberínticas de los cuentos de Borges.

–¿Qué está escribiendo?

–Casi nada. Algunos poemas, algunas notas para una obra de teatro sobre el Ché, poca cosa. A pedido de Jack Russell, me he autoconcedido unas vacaciones. Además, como digo en el autorretrato, escribo poco por miedo “a la espuma”. César Vallejo, en sus últimos años de París, se quejaba de que quería escribir poesía “y me sale sólo espuma”. La espuma de poesía es la verborragia, la no-poesía, lo contrario a la poesía. Hay que huir de ella como de la peste.

Publicado en el diario "Nueva Rioja" en 2004

miércoles, 22 de marzo de 2006

GAJOS DE VOCES HACHADAS

Dos  de los nuestros integran esta antología nacional: Ana María Lanzillotto y Enrique Angellelli, desaparecida la primera; asesinado el segundo; ambos, víctimas del terrorismo de estado.

Título: Palabra viva
Autores: varios
Editorial: S.E.A.

Poca difusión ha tenido en nuestra provincia el libro “Palabra Viva”, una antología que recoge textos de autores asesinados por el terrorismo de estado durante la última dictadura militar.
Los escritores que integran este volumen tienen diferente trascendencia en cuanto a su reconocimiento como tales. Así, junto a algunos renombrados y prolíficos, como Rodolfo Walsh o Haroldo Conti, se encuentran otros que recién comenzaban a publicar o que nunca alcanzaron a hacerlo, hombres y mujeres –muy jóvenes algunos– que dejaron unos pocos textos manuscritos: un poema, un relato, alguna carta...

Esta antología reviste especial importancia para nuestra provincia, no sólo por la trascendencia que la obra en sí tiene en la construcción de la memoria colectiva, sino también –y muy especialmente–  porque hay en ella dos riojanos, o para ser precisos, una riojana y un riojano adoptivo. Me estoy refiriendo a Ana María Lanzillotto y a Enrique Angellelli, desaparecida la primera; asesinado el segundo; ambos, víctimas del terrorismo de estado de la década del setenta.
Acaso los poemas del obispo mártir hayan tenido mayor difusión, debido a que circularon y circulan entre la gente que adhiere a su testimonio y pastoral. Además, los mismos se editaron, poco tiempo después de su asesinato, bajo el título “Encuentro y mensaje”: un pequeño libro que muchos riojanos conservan aún en sus hogares.
De la actividad literaria de Ana María Lanzilloto, en cambio, no teníamos casi noticias. Ella editó en vida, según lo afirma su hermana Alba Rosa, un cuadernillo de poesía, pero ni siquiera la familia cuenta con un ejemplar de esa publicación, realizada en Tucumán. Su escasa producción impresa se había vuelto ausencia, como ella misma. De ahí que los poemas incluidos en “Palabra viva” constituyan un invalorable aporte para las letras riojanas.
Los poemas de Angelelli transparentan la profunda compenetración del Obispo con el suelo riojano y su gente: hablan del cerro, del cardón, la chaya, de sus “hermanos,/ negros o blancos,/ pobre, rico o marginado”, nombran con dulzura a la “Rioja querendona”…
La poesía de Ana María Lanzillotto, por su parte, es de una exquisitez y una hondura humana admirables, lo que conmueve profundamente aunque no sorprende, ya que provenía de una familia de notables poetas: sus dos hermanos, Carlos Alberto y Carlos Mario integraron, como se sabe, el grupo Calíbar. Su padre, Nicolás, fue también escritor. Entre los textos de Ana María se encuentra un extraordinario retrato de su hermana melliza, Tina, otra vida joven, truncada en los campos de concentración del Proceso.
El espíritu libre de la poeta no parece encajar en el mundo circundante: “estoy de más en el mecanismo complicado de este país hostil/ que me presta la última ternura/ justo al abrirse mi esperanza.”
“Me voy hacia el olvido”, declara Ana María. En esto se equivocaba. Hubo –después de su dolor– madres, hermanos y hermanas, hijos, compañeros, amigos, y un pueblo que dijo no para siempre al olvido.
Testimonio contundente de memoria es esta antología, que no sólo recoge textos de 71 autores, junto a una breve reseña biográfica de los mismos, sino que, además, completa el cuadro con los datos de otros 32, cuya obra no pudo ser encontrada.
La recopilación estuvo a cargo de SEA (Sociedad de Escritoras y Escritores de la Argentina) y la edición fue posible gracias al aporte de CoNaBiP (Comisión Nacional Protectora de Bibliotecas Populares).
El libro puede ser consultado en la Biblioteca Mariano Moreno y en todas las bibliotecas populares del país.


Marcela Mercado Luna

lunes, 20 de marzo de 2006

GOLPE Y LITERATURA: PAOLETTI

CUANDO LA FICCIÓN NOS SUMERGE EN LA HISTORIA
Por Marcela Mercado Luna

Si la verdad de la Historia reposa en la fidelidad a las fechas y los nombres, la verdad del arte se levanta sobre el cimiento de la naturaleza humana misma; y un buen novelista puede reflejar una época con tanta o mayor credibilidad que el más pintado de los historiadores. En estos días de mucha memoria, a treinta años del más negro capítulo de la historia argentina, cuando, felizmente, desde todos los ámbitos (oficiales y no oficiales) se promueven actividades destinadas a ilustrar a las nuevas generaciones sobre las vicisitudes de la represión, vale la pena recomendar a nuestros jóvenes la lectura de Mario Paoletti.

Entre la mucha y variada literatura que el Golpe del ´76 ha dado en nuestro país, es insoslayable la referencia a la obra de Mario Paoletti, escritor argentino con una historia personal muy vinculada a nuestra provincia y cuya producción, lejos de agotarse en los temas brindados por aquella tenebrosa época, es vasta y variada: periodista, narrador, poeta y ensayista, Mario Paoletti, es el autor de una importante obra literaria que abarca diferentes géneros. Publicó poemas, cuentos, novelas, biografías y ensayos. Ha obtenido premios en poesía y narrativa en España, Cuba y Estados Unidos.

La Trilogía Argentina:

La llamada “Trilogía Argentina”, está integrada por las novelas: Antes del Diluvio (1988), A Fuego Lento (1993) y Mala Junta (1999), publicadas en nuestro país por Editorial de Belgrano.
Las tres novelas, de discurso autobiográfico, van retratando distintos momentos del devenir argentino captados desde la óptica y la experiencia del personaje-narrador, quien transita las diferentes etapas de su vida –desde la infancia a la adultez– durante el doloroso tramo de historia de un país conmocionado por los desencuentros políticos primero, y por el terrorismo de estado, después.
El protagonista es un huérfano cuyo nombre no conocemos (sólo el apodo, ‘Gomaespuma’, con el que lo identifican sus amigos), criado por su abuela materna (Rafaela, uno de los caracteres mejor trazados de la narrativa argentina). El joven escapa de las situaciones adversas propias de la pobreza, gracias, fundamentalmente, al valor autodidacta de sus muchas y desordenadas lecturas.
El marco temporal de la trilogía abarca desde los años treinta, evocados por recuerdos infantiles del personaje, hasta los años noventa, vividos desde una ya estable situación de argentino radicado definitivamente en Madrid.
Las peripecias del personaje-narrador corren tan paralelas a las del propio autor en la vida real, que el lector se sentirá tentado más de una vez a hacer la identificación autor-narrador, tantas veces señalada como engañosa por los teóricos de la literatura y frente a la cual, el mismo Paoletti nos previene desde el epígrafe de la primera novela: “En esta novela yo no soy yo, ustedes no son ustedes y, sobre todo, él no es él. Sólo ellos son ellos”. (Cabe aclarar que Paoletti es 10 años menor que su personaje).
Pero si –como suele decir Héctor Tizón– toda obra es autobiográfica porque narra hechos que le pasaron a uno o les pasaron a otros, la trilogía lo es sobradamente: en ella las biografías del autor y de otros muchos seres que pueblan y poblaron los escenarios presentados, se entretejen con la del país mismo: La Argentina de mediados del siglo XX vive y late en cada una de estas páginas que transcurren dentro de un contexto de rigurosa historia, en la que existe una línea divisoria precisa: el Diluvio, metáfora elegida por Paoletti para designar los años de la última dictadura militar, que se encuentran reflejados –desde la mirada de un preso político– en la segunda de las novelas de la trilogía: A Fuego Lento. Los tiempos anteriores se narran, como bien lo sugiere el título, en Antes del Diluvio y los posteriores en Mala Junta.
A pesar de su previsible conexión integradora, estos volúmenes tienen su propia unidad narrativa y admiten por tanto ser leídos con independencia unos de otros.

El ritmo narrativo de Paoletti –sostenido y parejo– se completa con pistas de estilo inconfundibles, como los guiños de intertextualidad, que atrapan al lector y hacen hasta de los hechos más sórdidos y crueles, un relato ameno y no exento de humor, rasgo este último, manejado con absoluta maestría en “A Fuego Lento”, novela que narra las últimas dos semanas de prisión del protagonista en la Cárcel de Sierra Chica, donde padece situaciones aberrantes y dolorosas, en las que nada hace prever la posibilidad de encontrar momentos graciosos; y sin embargo, el lector se sorprenderá riendo más de una vez, quizá con los ojos todavía húmedos por la ignominia a la que acaba de asistir dos líneas atrás.
Acaso sea “A fuego lento”, la más autobiográfica de la tres; y por ello, además de los méritos literarios, tiene el valor agregado de “lo vivido”, al percibirse como un relato de primera mano, testimonio veraz de quien padeció directamente los efectos de aquel “diluvio” que marcara con un sello de horror la historia patria.

Marcela Mercado Luna